EL AVANCE TECNOLÓGICO DE LA TAREA
Desde sus orígenes, la especie humana se ha caracterizado por su habilidad para la elaboración de herramientas y artefactos de diversa índole. Este artículo constituye una introducción a la pregunta por la lógica del desarrollo tecnológico en la historia de Occidente. La cuestión central que el texto aborda es esta: ¿La técnica se desarrolla por vía revolucionaria o por vía evolutiva? ¿Progresa mediante saltos bruscos súbitos o mediante cambios paulatinos lentos? El artículo consta de tres partes. En la primera, reseñamos las interpretaciones revolucionaria y evolutiva de la historia de la técnica; enseguida, reconstruimos la tipología que propone Serres para caracterizar el desarrollo tecnológico mediante un modelo que supera la dicotomía revolución/ evolución; al final, mostramos cómo estas aproximaciones a la historia de la técnica inciden en la formulación de las teorías del cambio tecnológico.
A lo largo de la historia, la técnica ha jugado un papel central en la configuración de la vida material y cultural de los pueblos. En buena medida, el progreso humano está basado en la invención de procedimientos y mecanismos para la resolución de problemas concretos del quehacer cotidiano. Desde las primeras técnicas para encender fuego, hasta las complejas máquinas del mundo moderno, los seres humanos se han beneficiado de desarrollos técnicos cuya aparición y gradual refinamiento ha marcado profundamente los modos de organización social, así como las tradiciones y el acervo cultural de la civilización.
Sin embargo, entender la naturaleza del desarrollo tecnológico no es una tarea fácil. Esto se debe a que el estudio del papel jugado por la técnica en la historia no se agota en el examen de las bases teóricas de la construcción de máquinas ni en el examen del funcionamiento de algunas máquinas concretas. En efecto, la técnica es también fruto de una compleja dinámica en la cual intervienen factores políticos, culturales y económicos muy diversos. Además, la técnica no es solo un fenómeno que se produce en la historia, sino que es, a su vez, un factor decisivo del cambio histórico. En este sentido, para entender la naturaleza del desarrollo tecnológico es preciso considerar tanto la pregunta por las condiciones sociales de aparición de los desarrollos técnicos, como el problema de su impacto en la sociedad y en la cultura.
Vista desde esta perspectiva amplia, la historia de la tecnología inevitablemente suscita inquietudes relativas a la interpretación de su desenvolvimiento a lo largo del tiempo: ¿Es posible diseñar un modelo capaz de explicar los cambios tecnológicos y su impacto en las sociedades? ¿Existe algún patrón que haya gobernado el desarrollo de la tecnología en el curso de la historia? ¿Tiene sentido hablar de una lógica del desarrollo tecnológico?
En principio, resulta tentador aplicar al reino de la tecnología modelos de desarrollo que han sido ampliamente debatidos en relación con el desarrollo científico. En la técnica, como en la ciencia, existe un cierto consenso acerca del carácter progresivo de su avance. Además, si bien el desarrollo tecnológico es un proceso de largo plazo que se remonta a los orígenes de la especie humana, desde el Renacimiento las relaciones entre ciencia y técnica se han estrechado a tal punto que hoy en día constituyen áreas de la actividad humana casi inseparables. Como señala Ladrière, la tecnología antigua se desarrolló muy lentamente, sobre una base que parece haber sido esencialmente práctica, en tanto que lo típico del desarrollo tecnológico moderno es que su evolución es cada vez más rápida, cada vez más sistemática, cada vez más consciente, debido a la relación estrecha que se ha establecido, en los dos últimos siglos, entre la ciencia y la tecnología1. La ciencia (al igual que la técnica) se desarrolla muy despacio durante la mayor parte de la historia, parece despegar desde fines del Renacimiento y experimenta una brusca aceleración en los últimos doscientos años. Cabría esperar, por lo tanto, que las lógicas de desarrollo de la ciencia y de la técnica sean al menos parcialmente similares y que la comprensión de la lógica del desarrollo científico nos diera luces para entender la naturaleza de su hermano gemelo, el desarrollo tecnológico.
Empero, la naturaleza del desarrollo científico ha sido interpretada de modos muy distintos y difícilmente compatibles entre sí. De acuerdo con la exhaustiva reconstrucción realizada por Losee, dos teorías principales del progreso científico han protagonizado la discusión de la filosofía de la ciencia durante el último siglo. Por una parte, están las teorías del progreso científico como incorporación. Estas teorías trazan modelos de desarrollo acumulativo según los cuales la ciencia incrementa gradualmente la precisión y el alcance del conocimiento gracias a los sucesivos aportes que recibe por el camino, en una dinámica parecida a la confluencia de corrientes tributarias para formar un río. Por otra parte, están las teorías del progreso como cambio revolucionario. Estas teorías trazan modelos de desarrollo discontinuo según los cuales la ciencia se desarrolla gracias a sucesivos episodios de ruptura que introducen nuevas formas paradigmáticas de ver el mundo, o, dicho en otros términos, gracias a sucesivas revoluciones capaces de provocar cambios que tienen un impacto en la subsecuente práctica científica2.
Estos modelos, si bien parecen suscitar una aguda dicotomía entre dos interpretaciones particulares de la historia de la ciencia, en realidad corresponden de manera más general a dos caminos posibles para entender toda clase de transformaciones históricas. Frente a procesos de cambio en lapsos prolongados, el intérprete siempre puede preguntarse si tal o cual desarrollo obedece a modificaciones graduales continuas (como la formación de un arrecife o la erosión de una cordillera) o a mudanzas súbitas y turbulentas que solo tienen lugar ocasionalmente (como la erupción de un volcán o la devastación de un litoral a causa de un tsunami). Los conceptos de evolución y revolución están así disponibles como herramientas útiles a la hora de explicar procesos históricos de amplio alcance. Cuando aplicamos estos conceptos a la pregunta por la naturaleza del desarrollo tecnológico, la cuestión queda planteada en los siguientes términos: ¿La técnica se desarrolla por vía revolucionaria o por vía evolutiva? ¿Progresa mediante súbitos saltos discontinuos o mediante modificaciones graduales lentas?
Para explorar esta cuestión, en la sección siguiente reseñaremos de manera sucinta las interpretaciones revolucionaria y evolutiva de la historia de la técnica y veremos en qué sentido estas posturas no son mutuamente incompatibles; en la segunda parte, reconstruiremos la tipología que propone Serres en su esfuerzo por caracterizar el desarrollo tecnológico mediante un modelo que supera la dicotomía revolución/evolución; para finalizar, mostraremos cómo estas distintas aproximaciones a la historia de la técnica pueden incidir en la formulación de las teorías del cambio tecnológico.
1. Revolución y evolución en la historia de la técnica
Los orígenes de la historia de la técnica como una subárea de la investigación histórica son muy recientes. Aunque hubo algunas solitarias incursiones en el tema durante el siglo XIX, solo hasta 1935 los Annales de M. Bloch y L. Febvre, dedicando todo un número a la historia de las técnicas, evidenciaron el mucho interés que debía prestársele3. Por estas mismas fechas, Lewis Mumford publicó su obra pionera Técnica y civilización, en la cual efectúa un ambicioso ejercicio de reconstrucción y periodización de las técnicas que abarcan los últimos mil años. Estos hitos, pese a su carácter incipiente, tienen el mérito de haber aguijoneado el interés de los investigadores por el tema. Desde entonces, el volumen de la producción académica relativa a la historia de la técnica no ha cesado de crecer, a tal punto que la literatura al respecto se ha vuelto inabarcable. Por tal razón, en esta sección nos limitamos a presentar formulaciones puntuales de las dos orientaciones interpretativas que nos interesa contrastar.
La interpretación dominante de la historia de la técnica, difundida ampliamente a través de enciclopedias y manuales, suele articular su relato del desarrollo tecnológico alrededor de tres o cuatro fases revolucionarias separadas entre sí por períodos más o menos prolongados de estabilidad. A este respecto, la expresión revoluciones tecnológicas se emplea para aludir a momentos privilegiados de la historia, en los cuales la capacidad técnica de la humanidad experimenta saltos cualitativos cruciales, que a su vez desencadenan alteraciones significativas en el curso de la civilización. De acuerdo con esta aproximación, los cambios generados por una revolución tecnológica conducen a la humanidad a un nuevo nivel de progreso asociado con un mejoramiento general de la calidad de vida de las personas.
Una versión clásica de este modelo la encontramos en la obra de V. Gordon Childe4. En su reconstrucción de los orígenes de la civilización, este autor identifica dos grandes revoluciones tecnológicas situadas en la frontera entre la prehistoria y la historia escrita: la revolución neolítica y la revolución urbana. En la primera, y como consecuencia del desarrollo de la producción de alimentos, el ser humano se emancipa de la condición de cazador-recolector y da el paso de la vida nómada a la vida sedentaria. En la segunda, gracias al desarrollo de las primeras formas de escritura y registro, así como a la formación de ciudades, el ser humano da el paso de la prehistoria a la historia escrita y establece unas bases duraderas para el proceso de la civilización. No obstante sus diferencias, estos dos momentos del pasado tienen rasgos en común. Por una parte, se trata de eslabones cruciales en el esfuerzo de los seres humanos por controlar y transformar la naturaleza a la medida de sus necesidades y deseos; por otra, se trata de desarrollos que hacen posible un crecimiento rápido de la población humana e inducen un mayor nivel de complejidad en las instituciones sociales.
Gordon Childe, en su búsqueda de un procedimiento objetivo para medir el progreso, propone un criterio cuantitativo según el cual una revolución tecnológica es sinónimo de desarrollo progresivo siempre y cuando su efecto neto se traduzca en un incremento significativo del tamaño de la población. El tránsito del paleolítico al neolítico significó un paso adelante en el camino del progreso porque el desarrollo de la producción de alimentos posibilitó el sostenimiento de una población por lo menos diez veces mayor a la que caracterizaba a los grupos nómadas de cazadores-recolectores. Afirmaciones análogas, aunque basadas en cifras y en proporciones muy distintas, caben para los casos de la revolución urbana y, más recientemente, la revolución industrial, las cuales pueden considerarse exitosas en la medida en que facilitaron la supervivencia y la multiplicación de la especie. Este criterio de progreso funciona, según Gordon Childe, como un indicador verificable de que una revolución tecnológica ha tenido lugar. Para este autor, una revolución tecnológica se pone de manifiesto de una manera semejante a la de la Revolución Industrial: por un cambio de dirección, hacia arriba, de la curva de población5.
Este criterio, influido por la teoría malthusiana de la población, tiene el inconveniente de haber sido rebasado por la historia. Ni Malthus ni Gordon Childe podían prever, en su momento, la invención de métodos anticonceptivos de amplio uso hoy, como la píldora o el condón, y menos la evolución cultural que modificaría en la segunda mitad del siglo XX las tendencias demográficas de muchos países. Por tal razón, un criterio basado en consideraciones sobre el aumento del tamaño de la población nos pone en aprietos a la hora de definir si la reciente revolución informática califica como una revolución tecnológica, dado que su desarrollo ha sido impulsado por países en los que el tamaño de la población ya entró o está próximo a entrar en una fase estacionaria, cuando no decreciente. Además, los métodos anticonceptivos modernos pueden ser vistos como un efecto indirecto de la propia revolución industrial, cuya onda expansiva continúa gravitando poderosamente en las dinámicas del mundo contemporáneo. Por otra parte, como ya lo intuía Huxley en su novela Brave New World, el desarrollo de la biotecnología abre las puertas de una revolución tecnológica que puede conducir a la difusión de técnicas aún más eficaces en materia de control de la población.
Existen variantes del modelo revolucionario que establecen un criterio diferente para periodizar la historia de la técnica. Una de las más conocidas es la de Mumford, quien fija su atención en los recursos, los materiales y las formas de generación de energía dominantes en distintas épocas de la historia. Ya el uso ha consagrado en la práctica la utilización de nombres de materias primas para caracterizar fases concretas de la prehistoria y la historia; por eso hablamos de la Edad de Piedra, de Bronce, de Hierro, del Carbón o del Silicio. En una línea similar, este autor distingue tres fases principales en la historia de la técnica: Expresándonos en términos de energía y materiales característicos, la fase eotécnica es un complejo agua y madera, la fase paleotécnica un complejo carbón y hierro, la fase neotécnica un complejo electricidad y aleación... Cada período de la civilización lleva dentro de sí el insignificante desecho de tecnologías pasadas y el germen importante de otras nuevas: pero el centro de su desarrollo se encuentra dentro de su propio complejo6.
Así formulado, el criterio resulta impreciso porque no permite trazar con claridad las fronteras entre una fase y otra (los datos históricos ponen en evidencia abundantes ejemplos de traslapos y encabalgamientos entre distintas épocas); sin embargo, subraya el hecho de que un cambio tecnológico no radica solo en la invención de nuevas máquinas y herramientas, sino también en el modo como estas se insertan como piezas dentro de un complejo que involucra el funcionamiento de los distintos subsistemas sociales. La idea de complejo técnico propuesta por Mumford ayuda a eludir los peligros de hacer un énfasis excesivo en la innovación técnica considerada aisladamente y obliga a pensar la articulación de las innovaciones con el sistema social y con el entorno ambiental.
Este tipo de reconstrucciones, en las que la historia de la tecnología aparece como un proceso marcado por alteraciones decisivas con efectos sociales de amplio alcance, mantiene hoy plena vigencia, independientemente de si se considera que las alteraciones obedecen a inventos específicos, a pasos de un material a otro o a cambios en las formas de obtención y uso de energía. La idea de revolución tecnológica es usada a menudo para referirse no solo a transformaciones masivas como las asociadas a la revolución neolítica o la revolución industrial, sino también para describir cambios suscitados por invenciones tecnológicas concretas en áreas específicas de la actividad humana. Se habla, así, de la revolución desatada por el barco de vapor en las técnicas de navegación, de la conmoción que implicó la introducción de la rueda en las técnicas de guerra, transporte y comunicación, o de los cambios desencadenados por la imprenta en los métodos de registro, reproducción cultural y transmisión de información. De hecho, la mayor parte de las obras combina la periodización basada en fases de cambio revolucionario con la descripción más o menos minuciosa de las conmociones –o, si se prefiere, las revoluciones en pequeña escala– desatadas por desarrollos técnicos específicos7. De este modo, la historia de la tecnología adopta usualmente la forma de un relato ordenado cronológicamente, en el que los inventos aparecen uno tras otro acompañados de una descripción de los efectos sociales más notables suscitados por su difusión.
No obstante, algunos autores se han apartado de este modelo explicativo. George Basalla, por ejemplo, plantea que, para efectos de escribir la historia de la técnica, resulta más pertinente apelar al concepto de evolución que al de revolución. Según Basalla, las ideas de revolución y evolución son metáforas (una procedente del ámbito de la política y la otra del de la biología) mediante las cuales se puede interpretar la historia de la tecnología8. Basalla reconoce el predominio tradicional de la metáfora revolucionaria; empero, a su juicio, la metáfora evolutiva resulta más útil y conveniente como herramienta descriptiva. El modelo evolutivo resultante de este cambio de perspectiva subraya la continuidad y gradualidad del cambio tecnológico.
Para entender este giro, vale la pena recordar que la interpretación del mundo biológico y del mundo técnico con frecuencia se han prestado sus modelos explicativos. En el Renacimiento era usual interpretar la vida en términos mecánicos. Rossi, entre otros, ha mostrado cómo en esa época los productos del arte y la inventiva humana, es decir, las máquinas, servían como modelo para concebir y comprender la naturaleza. No es que el arte fuera en sí mismo naturaleza, sino que la naturaleza es algo parecido a un producto del arte. Para comprender el funcionamiento del cuerpo humano se recurre también a la máquina9. Descartes, en el Tratado del hombre, comparaba los músculos y tendones humanos con resortes y el funcionamiento del cuerpo con los movimientos de un reloj o de un molino; Boyle, por su parte, consideraba que el universo era a great piece of clock-work. Sin embargo, a partir de los trabajos de Darwin, se popularizó la interpretación del mundo mecánicotécnico en términos biológicos. El escritor victoriano Samuel Butler, en The Book of the Machines –publicado como parte de su sátira utópica Erewhon or over the Range–, expuso la idea según la cual las máquinas de su época no eran más que eslabones primitivos de una cadena evolutiva que produciría en el futuro tipos cada vez más perfeccionados: No hay probablemente ninguna máquina conocida que no sea un prototipo de la vida mecánica futura. Las máquinas de hoy son para las del porvenir lo que los primeros saurios para el hombre. Las más grandes de ellas seguramente disminuirán muchísimo de su tamaño actual. Algunos de los vertebrados inferiores alcanzaron una corpulencia mucho mayor de la que han heredado sus descendientes actuales, dotados en cambio de organismos superiores; de idéntico modo, una disminución en el tamaño de las máquinas ha seguido, bastante a menudo, una marcha paralela con su desarrollo y progreso10.
En otros pasajes del relato, Butler invierte el punto de vista de Descartes y compara el funcionamiento de las máquinas con el de los seres vivos: La máquina de vapor absorbe alimentos que consume mediante el fuego, así como el hombre consume los suyos; mantiene su combustión por medio del aire, como el hombre mantiene la suya; tiene, al igual que el hombre, pulso y circulación11. Los autores posteriores que, siguiendo a Butler, aplicaron la teoría evolucionista a la historia de la técnica, afinaron el uso de estas metáforas, a fin de no forzar la analogía entre el mundo orgánico y el mundo artificial. Así, por ejemplo, es obvio que los artefactos técnicos no se perfeccionan a través de procesos de selección natural, como ocurre en la evolución biológica. Según los primeros defensores del evolucionismo tecnológico (autores como Pitt-Rivers, Gilfillan, Ogburn y otros), el perfeccionamiento de las máquinas obedece a un proceso de selección inconsciente llevado a cabo por los seres humanos. Cada pequeña mejora que un artesano introduce en un artefacto contribuye en alguna medida al progreso técnico y a la diversificación del conjunto de artefactos disponibles.
Basalla retoma estas ideas y las desarrolla en forma detallada. Su teoría de la evolución tecnológica se articula alrededor de cuatro conceptos clave: diversidad, continuidad, novedad y selección. Según Basalla, el mundo artificial contiene mucha más diversidad de la estrictamente requerida para satisfacer las necesidades humanas básicas; esto es un resultado de la continuidad de la evolución tecnológica; sin embargo, la novedad es parte integrante del mundo artificial, en la medida en que es necesario un proceso de selección en la elección de nuevos artefactos para su reproducción e incorporación al cúmulo de cosas artificiales12. En su minucioso análisis de estos conceptos, Basalla subraya la continuidad del desarrollo tecnológico. Apelando a ejemplos como los artefactos de piedra, la rueda, la imprenta, la máquina de vapor, el bombillo, el motor eléctrico, el transistor y otros, este autor muestra que cada invento tiene una larga preparación previa y, en muchos casos, una lista de antecedentes documentables y una historia evolutiva prolongada. Cuando un invento tiene éxito y se difunde, no por ello su evolución se detiene; más bien da paso a un proceso ulterior de perfeccionamientos y mejoras, e incluso puede promover la aparición de nuevas ramificaciones en la historia de la evolución del acervo tecnológico.
Según Basalla, existen tres fuentes que nutren la tesis de la discontinuidad del cambio tecnológico: la pérdida u ocultación de los antecedentes cruciales; la presentación del inventor como héroe; y la confusión entre cambio tecnológico y cambio socioeconómico13. Un desarrollo tecnológico puede parecer revolucionario, o bien porque su génesis evolutiva previa no es visible en ausencia de una reconstrucción histórica cuidadosa, o bien porque los intereses nacionales o personales hacen aparecer la figura de los inventores como casos aislados y geniales, o bien porque se confunden los inventos considerados en sí mismos con los efectos sociales que posteriormente suscitan. De acuerdo con esta perspectiva, el desarrollo tecnológico es gradual y evoluciona siempre de forma lenta y paulatina, aunque sus consecuencias sociales bien pueden ser revolucionarias: Los cambios industriales de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX fueron realmente revolucionarios en la forma en que afectaron a la vida y fortuna de la gente en Inglaterra. Con todo, las máquinas, y los motores de vapor que las movían, eran el resultado de cambios evolutivos en la tecnología... Los cataclismos en el ámbito social y económico se han interpretado con demasiada frecuencia erróneamente como cambios revolucionarios de la tecnología. La implantación de la primera sociedad industrial en Inglaterra fue un cambio de tal magnitud que desbordó la continuidad tecnológica en la que se basaba y ayudó a perpetuar la idea de que la tecnología avanza a saltos de un gran invento a otro14.
Los efectos revolucionarios del desarrollo tecnológico no dependen por consiguiente de los inventos en sí mismos (situados siempre en mitad de una cadena evolutiva en la que las diferencias con sus antepasados y sus descendientes es solo de grado), ni de la genialidad de sus inventores (que le deben a la tradición mucho más de lo que ellos mismos o sus hagiógrafos suelen estar dispuestos a reconocer), sino del uso que la sociedad hace de esos inventos (los cuales pueden provocar una conmoción generalizada de las formas de vida tradicionales). Por eso, en lo que a la técnica en sí misma se refiere, no conviene hablar de revoluciones tecnológicas sino de evolución de la tecnología. Esa evolución, empero, a veces provoca transformaciones sociales súbitas e imprevistas. Desde este punto de vista, el empleo de expresiones como revolución industrial o revolución informática parece estar plenamente justificado.
Estas aclaraciones nos conducen a una imagen del desarrollo tecnológico que dista de ser incompatible con la imagen que se deriva del modelo revolucionario. Incluso puede decirse que, en cierto sentido, las dos imágenes se necesitan mutuamente. De un lado, en ambas el orden cronológico de aparición de los desarrollos técnicos juega un papel central, aunque en el modelo evolutivo cada invento es determinado estructuralmente como miembro de una especie, por así decirlo, y ya no simplemente como un hito en la historia de la civilización. De otro lado, el modelo revolucionario ya implicaba en sí mismo un elemento evolutivo, en la medida en que las revoluciones eran hitos de un proceso civilizatorio de largo plazo que las rebasaba, las convertía en eslabones de una misma cadena y les daba sentido. De ahí que la pregunta por el grado de progreso asociado a los desarrollos tecnológicos constituya una preocupación común a ambos enfoques. En rigor, la historia de la tecnología no es solo la de los artefactos mismos, sino también la de su impacto sociocultural. Una reconstrucción exhaustiva de la historia del desarrollo tecnológico tiene que hacer justicia tanto a la gradualidad de la generación de artefactos y máquinas como a las discontinuidades que estas pueden generar en la esfera de las dinámicas sociales. Los modelos revolucionario y evolutivo, lejos de ser excluyentes, son complementarios. Enseguida examinaremos una propuesta teórica reciente que resulta pertinente para aclarar la naturaleza de esta complementariedad.
2. La historia de la técnica: un modelo alternativo
Si la historia de la técnica tiene que ver con artefactos, pero también con instituciones; con máquinas, pero también con comunidades; con herramientas, pero también con recursos; con cambio tecnológico, pero también con cambio social; un modelo alternativo que pretenda dar cuenta de su desenvolvimiento tiene que ofrecer un margen de maniobra amplio en el que tengan cabida las conexiones entre estos diversos factores. Como señala Volti, el cambio tecnológico ha sido una fuerza importante en la configuración de los roles sociales y las instituciones, aunque su propio desarrollo ha sido el fruto de acciones humanas que tienen lugar en un particular entorno social15. La organización social incide en el desenvolvimiento de la técnica, y esta, a su vez, ayuda a modelar aquella, en una constante retroalimentación mutua. A ello habría que sumar los factores ambientales, que no en vano han sido un motivo de creciente preocupación en las últimas décadas y sin cuyo concurso ni las sociedades ni las técnicas podrían desarrollarse.
El modelo propuesto por Michel Serres para interpretar la historia de la técnica se sitúa en este contexto amplio de acercamiento al tema. La primera novedad que introduce Serres consiste en articular la historia de la técnica no alrededor de un único hilo conductor que iría desde la época paleolítica hasta hoy, sino alrededor de tres hilos conductores distintos, tres corrientes principales de desarrollo que no se ordenan cronológicamente como partes de un eslabonamiento sucesivo, sino que discurren en paralelo a lo largo de la historia, aunque sus caminos se traslapan y entrecruzan una y otra vez. En cada una de estas corrientes, el desarrollo tecnológico evoluciona con lentitud, si bien sus resultados generan transformaciones sociales revolucionarias en períodos muy precisos. Cada una de las corrientes es caracterizada por Serres16 de acuerdo con un abanico de variables que incluye el tipo de energía utilizada, las formas de trabajo típicas, el modo de producción económica predominante, los momentos de máximo apogeo histórico y, por último –lo que constituye una segunda e interesante novedad–, ciertas figuras mitológicas y ciertos símbolos asociados que sirven como emblemas de tres tipos de tecnología.
La primera corriente del desarrollo tecnológico está presidida por las figuras de Atlas y Hércules. Estos personajes se caracterizan ante todo por su fuerza, por su capacidad para sostener o movilizar pesos; son héroes de la fuerza mecánica, tanto estática como dinámica. Su actividad se desarrolla alrededor de elementos estables, permanentes, fríos. Primero está Atlas, cuya tarea consiste en sostener la bóveda celeste sobre sus anchas espaldas (un trabajo comparable al que realiza una cariátide o una columna del Partenón). La figura de Atlas evoca la arquitectura monumental característica de los grandes imperios despóticos de la Antigüedad: los egipcios, los chinos, los babilonios, los aztecas, los incas. La construcción de monumentos colosales –murallas, templos, pirámides, zigurats– depende de la disposición vertical de bloques de piedra, roca o mármol. El resultado: obras estables y sólidas, que desafían el paso del tiempo. Enseguida está Hércules, cuyos míticos trabajos constituyen un despliegue de fuerza física en cuanto capacidad para movilizar los elementos. Según Serres, con Hércules ya no se trata solamente de sostener los pesos sino de transportarlos, desplazarlos, pasando de la obra puramente estática al trabajo cinemático, en movimiento, o a la dinámica de una transformación: nadar para que avance el barco, limpiar los establos...17, y así sucesivamente. Mientras el sudor hace relucir su cuerpo, Hércules rema, corre, mueve las rocas, canaliza las aguas de los ríos, levanta o persigue a los monstruos, los golpea con su maza, los aprieta entre sus brazos musculosos.
En este primer tipo de tecnología, cimentado en la fuerza mecánica, podemos agrupar trabajos tan distintos como la labranza de la tierra, la edificación de viviendas, la navegación a remo o a vela, la confección de mantas y la construcción de sistemas de riego. Agricultores, albañiles, arquitectos, tejedores, talladores y marineros constituyen, de acuerdo con una analogía orgánica empleada por Serres, el esqueleto y los músculos de la sociedad; ellos marcan el tipo de actividad técnica dominante en las primeras fases de desarrollo de la civilización. Si bien este tipo de trabajos existe desde tiempos remotos y perdura hasta hoy, su época de predominio corresponde al apogeo de los imperios, posterior a la revolución neolítica, contemporánea a la revolución urbana y que perdura después, llegando hasta el Medioevo y el Renacimiento.
La segunda corriente de desarrollo tecnológico está presidida por las figuras de Prometeo y Hefesto. Estos personajes se caracterizan ante todo por su capacidad para transformar los objetos mediante el uso del fuego; son héroes de la fuerza calórica, alegorías de la termodinámica. Su actividad se desarrolla alrededor de elementos cálidos, incandescentes, ígneos, fluidos a fuerza de combustión. Mediante el uso del fuego, Prometeo enseña a la especie humana a cocinar sus alimentos, a calentar sus cuerpos azotados por el frío, a enfrentar a las fieras salvajes, a desafiar la oscuridad de la noche. El fuego prometeico, como una antorcha que alumbra el camino del progreso, ha constituido en las artes y las letras occidentales un símbolo emblemático del proceso de la civilización. Hefesto, por su parte, reblandece en su fragua los metales más duros y los convierte en delicadas filigranas, en armas relucientes. Su trabajo anticipa los hornos industriales y la era de los motores. Según Serres, desde finales del siglo XVIII, la transformación ardiente de las cosas se convirtió en la base del trabajo, que funde el mineral en lingotes y los convierte, sobre diseños industriales, en mil máquinas motrices que cruzan el espacio ruidosamente y con rapidez, dejando tras de sí una estela tóxica18.
En este segundo tipo de tecnología, cimentado en la fuerza calórica y en la combustión química, podemos agrupar trabajos como la cocción de los alimentos, la elaboración de antorchas y velas de cera, la forja de los metales, la navegación a vapor, la construcción de vehículos, turbinas y demás máquinas movidas mediante el uso de combustibles fósiles, etcétera. Cocineros, herreros, conductores, forjadores, obreros y trabajadores de la industria constituyen, de acuerdo con la analogía orgánica empleada por Serres, el sistema metabólico de la sociedad; ellos marcan el tipo de actividad técnica dominante a partir de la revolución industrial. Si bien la conquista del fuego puede datarse a más de un millón de años atrás, su época de predominio corresponde al apogeo de la civilización industrial, que comienza a cuajar hace unos 250 años.
La tercera corriente de desarrollo tecnológico está regida por las figuras de Hermes y de los Ángeles. Estos personajes se caracterizan ante todo por su habilidad para el registro y la transmisión de datos; son adalides de las fuerzas electromagnéticas, metáforas de la electrónica. Su actividad se articula alrededor de lo volátil, lo virtual, lo etéreo, los mensajes inmateriales, el procesamiento de información. Hermes, el mensajero de los dioses, inventor de la lira, protector del comercio y custodio de los caminantes, con sus sandalias aladas se desplaza sutil y silenciosamente, pero con la velocidad del pensamiento. Su misión es informar, establecer lazos de comunicación eficientes entre distintos puntos del espacio. Los Ángeles, figuras itinerantes, a semejanza de Hermes, pero mucho más numerosos, conectan el cielo y la tierra, portadores de buenas o de malas nuevas, traductores que comunican a los hombres con los dioses, viajeros infatigables a través de las redes y los circuitos (a este respecto, no sobra recordar que la palabra griega angelos significa mensajero). Según Serres, Hermes y los Ángeles son los emblemas de nuestra propia época. Reflexione, cuando se va a trabajar por la mañana, la multitud que transita por las calles: ¡cuán pocos Prometeos y aún menos Hércules y Atlas, para tantos y tantos Arcángeles, que van partiendo de viaje portando mensajes! Ahora vivimos en una inmensa mensajería19.
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